domingo, 01 octubre 2023
guerra

Un acuerdo diplomático que ponga fin cuanto antes a los horrores de la guerra. NOAM CHOMSKY y VIJAY PRASHAD

Cualquier guerra es una atrocidad para la humanidad pero no hay que negar una realidad incómoda: la guerra también se convierte para unos pocos en un negocio muy rentable. Las empresas privadas también participan del complejo militar-industrial. Los negocios incluyen armas, servicios de apoyo, logística, mantenimiento de armas, entrenamiento militar y seguridad…

Hay corporaciones que son las mayores beneficiarias del aumento del gasto militar cuando los países de enfrentan a un conflicto bélico. Estas se benefician del estado de guerra. Todos los demás pagan. El caso de la guerra Ucrania por la invasión rusa no es una excepción.

Vamos camino de un año y medio desde que estallara la guerra y parece interminable. Hace unos meses el académico y activista estadounidense Noam Chomsky mostraba su preocupación por salvar vidas humanas. “Nuestra preocupación principal debe ser pensar cuidadosamente qué podemos hacer para poner fin rápidamente a la invasión criminal rusa y salvar a las víctimas ucranias de más horrores”.

Ahora en un nuevo artículo de opinión junto al historiador indio Vijay Prashad ofrecen una brújula para orientarse en la geopolítica global y en esta guerra en particular. El diario Attac se hace eco de unas palabras que deben servir de reflexión.

Comencemos por lo evidente: la invasión rusa del territorio ucraniano terminará en algún momento, ya sea por la derrota de una de las partes o bien por un acuerdo diplomático. Al menos esta cuestión, lógica, debería estar fuera de debate. Pero la derrota de algún bando no está en este momento entre las posibilidades reales, ya que Occidente nunca permitiría que Ucrania sea derrotada por completo, y Rusia –una gran potencia nuclear–, introducirá en el conflicto sus armas nucleares antes de verse doblegada. Dado que la derrota de uno u otro lado queda simplemente descartada, la única salida es la de un acuerdo diplomático. La alternativa a este acuerdo es, en pocas palabras, el suicidio colectivo, a medida que ambas partes siguen escalando el conflicto hasta un punto de no retorno.

Estados Unidos ha articulado una política que desea prolongar la guerra con el objetivo de “debilitar severamente a Rusia” –como el Secretario de Defensa de los Estados Unidos, Lloyd Austin, y otros altos funcionarios han afirmado explícitamente – y que pretende colocar a Ucrania en una posición de mayor fortaleza para unas eventuales negociaciones. Pero esta política de “debilitar a Rusia” a través de la escalada de la guerra en Ucrania no sólo es la posición de Estados Unidos, sino también la del Reino Unido y, con alguna variación, la de sus aliados europeos. Francia, como es habitual, objeta algunas cuestiones secundarias, pero a la hora de tomar posición no deja de alinearse con Washington.

Aniquilación y extinción

La abrumadora mayoría del mundo pide por su parte un acuerdo diplomático que ponga fin cuanto antes a los horrores de la guerra. Mientras más se demore será peor para Ucrania, quien ha perdido decenas de miles de soldados y ha sufrido grandes pérdidas económicas en todo el país (además de perder partes sustanciales de su territorio a manos de Rusia).

Sin embargo, la severa destrucción del territorio ucraniano no se parece en nada a las secuelas dejadas por las guerras relámpago de Estados Unidos y el Reino Unido.

Como vimos en la invasión a Irak en 2003 y a Libia en 2011, este tipo de ofensiva va directo a la yugular, demoliendo la infraestructura de energía, los medios de transporte y los sistemas de comunicación, es decir, todo aquello que permite el funcionamiento de una sociedad moderna. Ucrania, por su parte, tampoco ha sufrido el uso de armas ilegales como los proyectiles de uranio empobrecido y las bombas de fósforo blanco (utilizadas por Estados Unidos en Irak). Ningún Jefe de Estado de los países occidentales visitó Bagdad, la capital iraquí, mientras Estados Unidos y el Reino Unido la reducían a escombros. El doble rasero para medir estos conflictos es un hecho evidente.

Los amargos costos de la guerra no se limitan, por supuesto, a Ucrania y los invasores rusos. Millones se enfrentan al hambre a medida que se reducen los suministros de cereales y fertilizantes de la rica región del Mar Negro, y mientras los precios de los alimentos se disparan junto con las ganancias de un puñado de corporaciones multinacionales que dominan el sistema alimentario mundial.

La «Iniciativa de Granos del Mar Negro» –organizada entre Ucrania, Rusia, Turquía y las Naciones Unidas en julio de 2022 por un plazo de 120 días, y luego prorrogada– ha transportado más de veinte millones de toneladas de cereales desde aquella región al resto del mundo. Aunque la cifra está muy por debajo de la que supo ser la producción habitual, la iniciativa es, como la llamó el Secretario General de la ONU, António Guterres, un “faro de esperanza”, una muestra de que es posible alcanzar un acuerdo más amplio que tienda hacia la paz.

Mucho antes de la guerra, la humanidad enfrentaba ya las acuciantes amenazas de la extinción –debido a la catástrofe ambiental– y de la aniquilación –acelerada por el colapso del régimen de regulación de armas nucleares–. 

Colapso que fue inducido por la retirada unilateral de Estados Unidos del Tratado sobre Misiles Antibalísticos en 2002, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio en 2019 y el Tratado de Cielos Abiertos en 2020. El conflicto en Ucrania y las tensiones alrededor del Mar de la China Meridional explican los siguientes pasos de esta escalada, como la suspensión de la participación de Rusia en el Tercer Tratado de Reducción de Armas Estratégicas en febrero de 2023.

Por otro lado están los limitados pasos dados para abordar una catástrofe ambiental inminente. Los diluídos acuerdos sobre el cambio climático y los debilitados tratados de protección ambiental, no generan confianza en que podamos evitar la sentencia de muerte que pesa sobre la vida humana en la tierra. Incluso estas limitadas e inadecuadas estrategias se han revertido durante el transcurso de la guerra en Ucrania.

Una terrible apuesta

Se ha discutido poco, pero la postura de Estados Unidos y el Reino Unido entraña una peligrosísima apuesta sobre el destino de Ucrania y otros territorios. Ellos consideran que si el “demente” de Vladimir Putin se enfrenta a la derrota, hará sus maletas en silencio y abandonará el poder. Y que por algún motivo no utilizará las armas nucleares que Rusia tiene listas, que podrían emular el tipo de guerra desatado por los norteamericanos y los británicos en Irak, o por los israelíes en Gaza, devastando así Ucrania, incluida Kiev, y las áreas occidentales que por ahora no se han llevado la peor parte de los combates.

Un momento de reflexión debería ser suficiente para revelar lo espantoso de esta apuesta. Es fácil comprender como, por fuera de la burbuja de la propaganda occidental, gran parte del mundo ve el conflicto como una pulseada de poder entre los Estados Unidos –a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)– y Rusia, con los ucranianos instrumentalizados como piezas de un tablero de ajedrez.

Por supuesto que esto no quita que haya ucranianos que hayan hecho la misma apuesta, aunque debe recordarse que el presidente de Ucrania,Volodymyr Zelensky, asumió el cargo en 2019 con una plataforma de paz que lo autorizaba a llegar a un acuerdo con Rusia para evitar la escalada del conflicto. El anhelo de paz fue muy evidente en el país, incluso en 2014, cuando el entonces presidente Petró Poroshenko prometió “terminar la guerra en dos semanas”.

Es claro que Estados Unidos impuso a Ucrania su propia estrategia (la de “debilitar a Rusia”), enviando armas de manera masiva, bloqueando las vías diplomáticas y cimentando la ilusión de una victoria imposible. La gran potencia occidental ha influido de manera decisiva en el ánimo general dentro de Ucrania, reemplazando la esperanza de paz por la expectativa del interminable horror de la guerra.

(…)

La OTAN global

En la dimensión geopolítica, Washington ha registrado grandes avances. Antes de la escalada del conflicto contra Rusia –con Ucrania como punto álgido– y contra China –con Taiwán como zona de conflicto– la OTAN se había vuelto casi obsoleta. En 2006, Ivo Daalder y James Goldgeier escribieron un artículo en la revista Foreign Affairs reclamando por una «OTAN global», un proyecto que por entonces parecía completamente quijotesco, a pesar de que la alianza atlántica hubiera operado “fuera de aŕea” en Afganistán. Cinco años después, en 2011, la OTAN llevó a cabo otra operación “fuera de área” contra Libia, cuyas acciones no justificaban invocar el Artículo 5 del tratado fundacional, que ordena a la alianza militar actuar en defensa de un estado miembro agredido.

Pero ni la aventura militar en Libia –que prácticamente destruyó el país– pudo darle a la OTAN, tras el fin de la Guerra Fría, el impulso vital que necesitaba, ni pudo justificar las prerrogativas globales que ostenta en la actualidad.

Fue la «Nueva Guerra Fría» contra China y Rusia la que permitió que Estados Unidos revitalizara a la alicaída alianza atlántica, cada vez más amenazada conforme Europa se integraba con Rusia en materia energética y con China en términos de inversión. La invasión de Putin a Ucrania revitalizó la OTAN, y le entregó Europa a Estados Unidos en bandeja de plata.

Desde la Segunda Guerra Mundial Washington ha tenido la preocupación de que Europa tomara un rumbo independiente, desarrollando sus muy naturales relaciones comerciales y de todo tipo con el Este. Una relación muy positiva y exitosa, como la describen algunos economistas, entre la Europa industrial avanzada –con epicentro en Alemania– y los ricos recursos naturales del este europeo, con el enorme y atrayente mercado chino. Estas oportunidades se hicieron tanto más realistas después del colapso de la Unión Soviética, cuando Mijaíl Gorbachov propuso una “casa común europea” desde Lisboa hasta Vladivostok, sin alianzas militares, sin vencedores ni vencidos, con un sendero común hacia un futuro socialdemócrata.

Pero eso no debía suceder. El presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, lanzó una nueva guerra fría al violar la promesa, firme e inequívoca, ralizada por el presidente George H. W. Bush, quien se comprometió a que la OTAN no se expandiría ni una pulgada hacia el este de Alemania, a cambio de que Gorbachov habilitase su reunificación, y permitiese su incorporación a la OTAN, una alianza militar hostil (una concesión para nada insignificante considerando la historia de ambos bloques). Clinton traicionó el acuerdo hecho por el Secretario de Estado de los EE.UU., James Baker, y por el último Ministro de Relaciones Exteriores soviético, Eduard Shevardnadze, el 9 de febrero de 1990. Acuerdo que ha sido gravemente tergiversado por los comentaristas occidentales, pero que fue de hecho un pacto firme y carente de ambigüedades, como se desprende de su propio texto. La parte soviética demandaba entonces: “Por supuesto, tendría que haber garantías férreas de que la jurisdicción de la OTAN o de sus fuerzas no se moverán hacia el este. Y esto tendría que hacerse de una manera que satisfaga a los vecinos de Alemania del este”. La respuesta de Baker a Gorbachov no fue menos clara: “Entendemos la necesidad de garantías para los países del este. Si mantenemos la presencia en una Alemania que sea parte de la OTAN, la jurisdicción de la OTAN y de las fuerzas de la OTAN no se extenderá ni una pulgada hacia el este”.

Pero la alianza atlántica comenzó su imparable marcha oriental con la absorción de la República Checa, Hungría y Polonia en 1999; de Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia en 2004; de Albania y Croacia en 2009; de Montenegro en 2017; y, finalmente, de Macedonia del Norte en 2020. En la Cumbre de Bucarest, en abril de 2008, anulando las objeciones de Francia y Alemania bajo la presión de Estados Unidos, los estados miembros de la OTAN acordaron que Georgia y Ucrania serían parte de la alianza en el futuro. Pocos meses después, en agosto, Georgia y Rusia libraron una guerra por las áreas separatistas de mayoría rusa de Abjasia y Osetia del Sur, una guerra que fue el preludio del conflicto en torno a Ucrania.

(…)

Todo lo que estamos discutiendo tiene un aire demencial: las sociedades parecen haber enloquecido, mientras corren en estampida hacia el suicidio colectivo. Hay una razón por la cual las manecillas del «Reloj del Apocalipsis» se adelantaron a 90 segundos de la medianoche del mundo. Estamos corriendo hacia la destrucción del medio ambiente que sustenta la vida. La guerra nuclear terminal es una amenaza creciente en Europa y Asia.

 No podemos descartar que emerjan nuevas pandemias, lo que haría que la guerra parezca un picnic en el bosque. Ninguno de estos peligros letales tiene límites. Las grandes potencias encontrarán formas de acomodarse y cooperar por el bien común, o colapsarán todas juntas. Al comienzo de la pandemia, el jefe de la Organización Mundial de la Salud, el doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus, instó a los países del mundo a ser más colaborativos y menos conflictivos. Los problemas comunes necesitan soluciones comunes, dijo. Fueron palabras sabias, y necesitan ser escuchadas.

NOAM CHOMSKY
Es un lingüista, filósofo, politólogo y activista estadounidense.. Es profesor emérito de lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y una de las figuras más destacadas de la lingüística del siglo XX.

VIJAY PRASHAD
Es un historiador y comentarista indio radicado en Estados Unidos.

Redacción
En Positivo

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