Pocos pecadores reconocen sus pecados, igual que escasos son los delincuentes que reconocen el delito cometido hasta no ser descubierto. Desde hace años vivimos un desfile de corruptos que no hacen más que abochornar a la ciudadanía con cierto sentido de la integridad.
Desde el Lazarillo de Tormes hasta nuestros estos días, los pícaros ya no roban por un trozo de pan sino por llenarse más los bolsillos. Se da la paradoja de que ahora los pobres apenas roban – si no es por necesidad – y tienen más decencia que toda esa gente a priori respetable, bien formada y educada a quienes confiamos la gobernabilidad.
Decía con acierto el científico y escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. Es así como políticos antes elogiados y figuras de poder aclamadas por cuyas acciones punibles y vergonzantes han sido relegados al ostracismo y condenados a la burla.
En España el vivo ejemplo se sitúa en la cima más alta del poder, del que fuera rey y jefe de Estado durante 39 años. Juan Carlos I, la otrora figura intocable, reconocido internacionalmente por su papel imprescindible en la transición española y héroe de la democracia. Muchos decían no ser monárquicos pero sí apasionados ‘juancarlistas’.
Hoy desterrado en Abu Dabi (Emiratos Árabes) y con la valoración del pueblo español que tanto le quiso por los suelos. Pocos imaginaban que el rey emérito a tan avanzada edad tendría que marchar a la otra punta del globo terráqueo para no perjudicar más a la Casa Real.
Demasiados errores públicos y personales, de una vida plagada de escándalos, han conseguido opacar sus luces y decisivos aciertos en un contexto incluso más complejo que el actual. Quedan en el recuerdo sus discursos de ejemplaridad porque “nadie está por encima de la ley”.
Ciertamente la ejemplaridad se presupone más alta en personas con la mayor responsabilidad de poder, y por eso igual que el ascenso fue vertiginoso la caída ha sido más alta y la decepción mucho mayor.
La Monarquía, a diferencia de un modelo de República, es todavía más examinada porque al no ser elegida su sucesión se presupone una pulcritud casi papal. Su cometido en las democracias es representar el país, dar una buena imagen interna y externa y servir de relaciones públicas.
Bien es cierto que en las Repúblicas los escándalos no son ajenos pero siempre pueden escudarse de la posibilidad de elegir a otro. Ya vimos en Francia como François Mitterrand siguió casado a pesar de mantener una relación sólida con otra mujer (que también vivía en el Eliseo) y tener una hija fuera de su matrimonio. Fue famosa la imagen de las dos mujeres, la esposa y amante oficial, junto con la niña, en el funeral de estado de Mitterrand.
Igualmente sonados fueron los casos de François Hollande y Nicolas Sarkozy a quienes les atribuyeron escándalos amorosos, hicieron oficial a sus amantes mientras se separaban de sus respectivas esposas.
No cabe duda que la tradición francesa es más laxa en la moralidad que una Casa Real cuyos matrimonios católicos han sido debidamente publicitados, pero no deja de demostrar que nadie se salva del escándalo.
En el caso del rey Juan Carlos se le achaca su nula discreción sobre estos asuntos amorosos que de quedar en la privacidad y guardar las formas no hubiera tenido tanta reprobación. Esto le ha hecho incluso ser ignorado por otras monarquías europeas con las que antes se codeaba, que seguro tienen sus fallos pero se cuidan hasta ahora de guardar las apariencias.
El rey emérito se ha creído impune y que está impunidad le duraría toda la vida. Su suerte ha sido tener la protección de la clase política y prensa que tapaba sus fallos.
Sin embargo no es menos cierto que otros personajes – si bien no tan relevantes – pero sí muy conocidos y con altas responsabilidades políticas han sido destapadas sus importantes corruptelas.
En el caso de España bien sabemos que son numerosas las corruptelas: desde el caso Bárcenas y Rajoy, el caso de espionaje Pegasus en Catalunya, las escuchas a Sandro Rosell y otras operaciones de las llamadas “cloacas del estado” contra el independentismo catalán, el Qatargate de la Comisión Europa, el mediador ‘Tito Berni’ y un sinfín más que son degradantes. Algunos de los implicados siguen en la cárcel, otros cumplieron condena y otros siguen libres, pero en ningún caso se exiliaron de su país.
Una vez el rey Juan Carlos I pidió perdón “No volverá a ocurrir” cuando el entonces jefe de estado fue pillado lejos de sus obligaciones en una cacería de elefantes. No cabe duda que este gesto fue inédito.
¿Podría otra vez redimirse de sus pecados? Por supuesto cualquier responsabilidad judicial que pudiera tener deberá asumirla, pero eso no quita que dada su edad y problemas de salud pudiera volver y hacerlo en España.
Considerando en perspectiva toda su trayectoria, sin obviar lo malo pero también lo bueno, bien podría el rey emérito hacer otros gestos para ganarse al menos el “perdón moral” de una ciudadanía que muchas veces ha sido más magnánima que los representantes que no la merecen.
Este perdón moral debería ser en las formas y fondo. El rey emérito debería explicitar en un mensaje el perdón al pueblo español que tanta confianza depositó en él. Bien debería dar alguna explicación o hacer un gesto de disculpa.
Igualmente y considerando la posición de privilegio que el rey emérito goza – muy a pesar de todo – además contando con una relevante fortuna. Ese perdón podría implicar también la contribución en obras de caridad y sociales igual que otros millonarios sin pedirlo ya lo hacen.
Con más motivo el rey emérito si quisiera – y con el permiso de la ciudadanía – podría sus últimos años actuar de la forma más correcta posible intentando redimir al menos en parte sus pecados.
Sin dudas todos estos escándalos chuscos ensombrecen una figura otrora ensalzada, pero no es menos cierto que si no hay sentencias desfavorables y se cierran las causas judiciales, la sociedad debería corresponderle concediendo el perdón moral.
El perdón nos libera de sentimientos negativos y puede ser este último gesto que reciba en vida para morir donde una vez reinó. Sería cerrar un capítulo importante de la historia que con sus aciertos y errores sellaría la paz para ambas partes y permitiría seguir avanzando.
JORGE DOBNER
Edito
En Positivo
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