Si no se puede reír, no es mi revolución.
Hagamos el humor en los tiempos de la cólera, y en lugar de imitar la comicidad triste de las redes y de las pirañas políticas, busquemos formas de comicidad alegres.
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La risa alegre también aumenta nuestra potencia política, porque reírse de uno mismo junto con el otro es una forma de reconocer su ser, y, con este, sus derechos. Es dar un paso atrás para abrir la puerta y dejarle entrar. Y también es dar un paso al frente para dejar fuera a los que quieren cerrarla, pues, como dice un refrán alemán, “si en una mesa hay 10 personas y un nazi, entonces en esa mesa hay 11 nazis”. La risa triste petrifica a la gente, como la mirada de la Medusa, o los memes de la ultraderecha, que luego hace gravilla con ella. Mientras que la risa alegre personifica, como la buena literatura. Hace caer la venda de los ojos del reo, para que el pelotón de fusilamiento vea en sus ojos una evidencia, que al mismo tiempo una súplica: “Somos diferentes, pero no dispares…”.
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Hagamos, pues, el humor en los tiempos de la cólera, y, en lugar de enredarnos en el debate sobre “lo políticamente correcto” o “la cultura de la cancelación”, y en lugar de imitar la comicidad triste de las redes sociales y de las pirañas políticas, busquemos formas de comicidad alegres.
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Lo que sí tengo claro, como diría Emma Goldman, es que, si no se puede reír, no es mi revolución.
BERNAT CASTANY PRADO
Filósofo y profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Pensamiento crítico ilustrado (Thule).
Artículo completo: EL PAÍS
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