miércoles, 29 noviembre 2023

Putin con su manual unilateralista rememora a los movimientos nazis. PERE VILANOVA

Putin, Hitler y los Estados ‘de facto’

El líder ruso ha ido dando todos los pasos de su manual unilateralista con una serie de acciones que traen a la memoria los movimientos nazis previos al estallido de la II Guerra Mundial

A Putin le gusta evocar o invocar la desintegración de la Unión Soviética como un referente para su acción política. Evocar con nostalgia el mayor desastre del siglo XX, como ha dicho en más de una ocasión. En realidad, si queremos invocar un fenómeno fundamental para mejor entender el mundo posbipolar tenemos que recurrir a otro concepto: los Estados de facto (EDF en adelante). Un Estado de facto es, en síntesis, un territorio con una determinada población que escapa por completo al control del Gobierno formal del Estado (soberano, con fronteras internacionalmente reconocidas) del que forma parte y que se ha “autoproclamado” independiente con otro nombre.

Si alguien piensa que la operación que Putin está llevando a cabo de forma acelerada en Ucrania es inédita está muy equivocado. Estados de facto concretos, resultados de la política de Moscú: Osetia del Sur (desgajada de Georgia), Abjasia (desgajada de Georgia), Transnistria (desgajada de Moldavia), Nagorno Karabaj (ahora en danza entre Armenia y Azerbaiyán), sin mencionar la ilegal anexión de Crimea (desgajada de Ucrania) por parte de Rusia.

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Putin invoca como justificación de su estrategia que Rusia necesita “su espacio de seguridad vital”, que sería una “herencia natural de siglos”. Hitler necesitaba su Lebensraum, literalmente el hábitat natural, al que tiene derecho el pueblo alemán. Pero, para Hitler, ese Lebensraum no era solo el territorio internacionalmente reconocido para Alemania.

Incluía, por supuesto, todos los territorios donde se encontraban alemanes, todos ellos. Esta doctrina destructiva de Putin establece que Rusia tiene el derecho y el deber de proteger a todos los rusos, donde quiera que estén, por todos los medios a su alcance. Sigamos. Entre 1938 y 1939, Hitler literalmente se comió Austria (la anexión forzosa conocida como Anschluss), Bohemia y Moravia (destruyendo Checoslovaquia), reocupó y remilitarizó Renania y, al final, invadió Polonia, acto que, esta vez sí, llevó a Francia y a Reino Unido a la guerra. Por el camino, esos aliados van dejando los despojos de la política llamada de “apaciguamiento”: en cada uno de los incidentes citados, los aliados ceden a la siguiente exigencia de Hitler. La culminación de todo esto se produce en la Conferencia de Múnich de 1938, donde los aliados dicen que sí a todo. Es verdad que Chamberlain y Daladier, jefes de Gobierno de Reino Unido y Francia, tenían demasiado presente el desastre de la I Guerra Mundial y unas opiniones públicas partidarias de la paz a toda costa, no digamos ya Roosevelt, cuyo país pensaba que todo esto eran “cosas de los europeos”. Él, en cambio, veía venir lo que vino en 1941 y mundializó la guerra: la invasión de Rusia por Hitler y el ataque japonés a Pearl Harbor.

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Por supuesto, muchas son las diferencias entre 1938-1939 y la actualidad de Ucrania y Rusia. No existían entonces ni Twitter ni redes ni ciberataques; hay ahora muchos instrumentos de guerra híbrida; hay pasos intermedios en la provocación e intimidación.

Pero ¿no les llamó la atención hace muy pocos días que el Kremlin anunciase la muerte de cinco espías ucranianos que intentaban entrar en Rusia (no en las regiones separatistas) para cometer atentados?

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Pero resulta inquietante ver los paralelismos argumentales, que son mucho más importantes que las diferencias coyunturales. Espacio vital, protección de minorías, limpiezas étnicas, etcétera. En el documento que el Kremlin ha enviado a la Casa Blanca, Putin se permite incluso mencionar la Carta de Naciones Unidas y su disposición en relación con el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Y, por cierto, hacía días que no se oía lo del “no a la guerra”, y este jueves Putin convirtió el conflicto del Donbás en guerra.

PERE VILANOVA
Es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona
Publicado en: EL PAÍS

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