La censura cultural es una de las máximas de los regímenes dictatoriales en su política de control de las masas. Los avances en las sociedades democráticas han permitido la apertura en su libre expresión y libre creación de aquellos productos en práctica calificados como subversivos.
Sin embargo el retorno de una nueva censura parece amenazar estas conquistas con la proliferación de inquisidores que presionan acerca de lo que se puede o no publicar y divulgar.
Existe un revisionismo cultural de obras que ahora piden suprimir pasajes o eliminar en su totalidad, lo cual conduce sibilinamente a una espiral de silencio en la creación cultural sobre aquello que es políticamente correcto o no publicar.
Aun considerando que no todas las obras tienen que ser de nuestro agrado o ajustarse a los valores personales, es precisamente que cumplen su necesidad de existir. En última instancia de persistir esta cultura de la cancelación nos hace cada vez menos libres en una vuelta a tiempos más rancios.
Tal y como bien analiza en un reciente artículo para Ethic el periodista y escritor Juan Soto Ivars sobre las nuevas formas de censura que dejan poco margen para la libertad de pensamiento. Y es que según explica recuperar esa capacidad crítica, tan necesaria para el progreso y la convivencia democrática, pasa por rebelarse contra la arbitrariedad de esos límites.
Para alcanzar el centro del pensamiento libre hay que hacer el mismo movimiento que Lidenbrock en Viaje al centro de la Tierra: profundizar. Pensar es emprender un camino tortuoso hacia lo profundo a través de la espesura, un movimiento que podemos imaginar como una excavación o una indagación. La raíz latina de excavar habla de sacar algo que está escondido debajo de la tierra; la de indagar, de la persecución del rastro de las pisadas de los animales con el fin de sorprenderlos y darles caza. Son dos metáforas de la cavilación, y ambas remiten a la aventura. Creo que no hace falta subrayar que, en demasiados momentos, la aventura particular de pensar libremente ha estado sembrada de peligros.
Los enemigos del pensamiento libre son muchos y tan antiguos como el pensamiento expresado: no se puede hablar de una cosa sin referir la otra. Y no cuesta imaginar al primer hombre asesinado por expresar una idea, tirado en el umbral de una cueva, muerto de una pedrada o varazo por decir lo que otro más fuerte consideraba ofensivo. No podemos saber cuáles fueron esas palabras ni en qué idioma se expresaron; tampoco podemos imaginar el contenido del mensaje, pero antes o después, entre la niebla del tiempo, alguien tuvo que ser el primero en caer por haber expresado lo que tenía en la cabeza. Por haber excavado. Por haber indagado. Por regurgitar, en una lengua muerta, lo que venía rumiando.
Aquí, en la elucubración, aparece ya con claridad el primer enemigo del pensamiento libre. Quizá sea el más famoso, aunque no necesariamente el más temible. Me refiero a la fuerza, es decir, al poder.
Donde existe el poder siempre hay personas que desean imponer límites al pensamiento de las otras, porque la presencia de cuestionamiento es el primer síntoma de la debilidad del poder.
El poder, que adopta muchas formas, suele fingir que detesta que se hable, pero lo que en realidad detesta es que se piense. Si reacciona a la palabra expresada es porque esta delata un cauce de pensamiento que corre sin permiso del jefe.
Este miedo del poder al pensamiento libre explica el origen de la censura, y así nos lo cuenta J. M. Coetzee en Contra la censura, donde añade que la represión es más fuerte cuando el poder se siente más débil. En El cero y el infinito, Arthur Koestler escribe la mejor novela –superior incluso a 1984 de George Orwell– sobre el ataque del poder al pensamiento, en la que nos muestra meticulosamente el proceso de sometimiento intelectual sin recurrir a la fábula. Cuenta la historia de Nikolái Rubashov, comisario del pueblo y bolchevique de 1917, quien cae en una de las purgas estalinistas de los años treinta. Rubashov, comunista íntegro y articulado, es sometido a un interrogatorio que logra convencerlo de aquello en lo que no cree.
La novela muestra que un pensamiento puede ser acosado y aplastado más allá, incluso, de la simple censura. Muestra que se puede convencer a un hombre de que piensa lo que no piensa, y que un criterio puede resistir, tratar de escabullirse de la tenaza y fracasar sin necesidad de que nadie haya usado la fuerza o la tortura.
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Se desprende de esto que no es el pavor a la palabra escrita o pronunciada ni tampoco a la blasfemia o la herejía, sino el mero pensamiento libre lo que merece para el temperamento temeroso del inquisidor el acoso y el castigo. Así lo demuestra, por otra parte, el trabajo del Santo Oficio contra los herejes protestantes cuando estos se convierten en una amenaza para la ortodoxia, la paranoia de Stalin dirigida contra las sombras de un abrigo trotskista proyectadas en una pared, o la de los calvinistas de Ginebra. Y esto es así porque el poder, que ocupa palacios y castillos, habita en realidad en la mente de los súbditos. La jerarquía es una convención social, como el valor de las cosas, y por tanto se debilita cuando aparece la libertad de cuestionar.
Pero decíamos que el poder no es el enemigo más temible del pensamiento libre, y es preciso seguir profundizando. Si nos alejamos por esta gruta, siempre hacia abajo, llegaremos a las salas subterráneas del dogma, a la unanimidad y al miedo a la exclusión social.
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Elisabeth Noelle-Neumann escribe en La espiral del silencio que todos tenemos una antena invisible instalada en el cerebro, y que esta nos permite detectar cuáles son las opiniones mayoritarias –y por tanto dominantes– sobre cualquier asunto controvertido. Dado que todos queremos formar parte de un grupo, ser aceptados y evitar el desprestigio, tenemos intuitivamente mucho cuidado con expresar aquello que suponemos que nos traerá problemas. Como animales sociales que somos, sabemos que la colaboración y la aceptación social son requisitos imprescindibles para nuestra supervivencia. Esta idea, posiblemente instalada en nuestro software darwiniano, es lo que nos permitió imponernos a especies más fuertes, fieras y rudas. Pero en el saldo negativo, no solo constriñe los límites de la libertad de expresión, sino que también afecta a nuestra capacidad de pensar en libertad. En todo pensamiento, por más individual que se presuma, hay una conexión profunda con el grupo y la cultura.
La llegada de las redes sociales ha intensificado lo que Noelle-Neumann detectó hasta límites grotescos, porque hoy no hace falta intuir, ya que continuamente se nos dice dónde está el límite.
La presión de las redes sociales sobre el pensamiento no solo es atroz por los castigos que allí se brindan a diario contra los que traspasan un límite arbitrario y prohibido, sino porque nos induce a opinar sobre lo que los demás opinan en una constante interrupción. ¿Significa esto que estamos de nuevo en tiempos de pensamiento único? Mi opinión es que no, por más que algunos analistas lo anuncien con trompetas apocalípticas.
Estamos en los tiempos, mucho más complejos, de la polarización de muchos polos; es decir, en los de la fractura social y la tribalización. Dicho de otra forma, en esta época hay muchos pensamientos únicos en islas separadas por la confrontación, y dentro de cada isla hay una ortodoxia.
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JUAN SOTO IVARS
Es escritor y periodista, autor de novelas y ensayos. Es miembro del consejo asesor de la Fundéu desde 2017
Redacción
En Positivo
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