Los muertos merecen una sepultura digna acorde a la voluntad del fallecido. Ya sea un lugar donde reposar sus restos, y al que poder visitar por parte de sus seres queridos, o esparcir sus cenizas en los lugares elegidos. Ritualizado o no acorde a las creencias personales. En cualquiera de sus formas el respeto al fallecido y su voluntad debería ser algo inquebrantable.
Conocemos en un informe con motivo del Día Internacional en Memoria del Holocausto la existencia de 600 cadáveres sin enterrar. Cuando aquella tarde del 27 de enero de 1945 con la liberación de Auschwitz se dio a conocer al mundo el horror de aquellas atrocidades, de las vejaciones de los cuerpos apilados en fosas, de personas a quienes sesgaron sus vidas y despojaron de todos sus derechos.
Es Auschwitz es el mayor cementerio del mundo, pero muchos de los muertos brutalmente exterminados no han encontrado ni identificación ni enterramiento digno. Así ha pasado con otros campos de exterminio que el nazismo construyó.
Esos muertos son testimonio para preservar la memoria del horror y que no vuelvan a cometerse tales atrocidades. Decía el premio Nobel de Literatura, José Saramago “hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia”.
La memoria histórica viene a designar el esfuerzo consciente de los grupos humanos por encontrar su pasado, sea este real o imaginado, valorándolo y tratándolo con especial respeto. Sin memoria, no hay historia, ni respeto, ni aprendizaje, ni tampoco reconciliación y perdón.
Están también los muertos de esta pandemia global que con tal normalización tienden en ocasiones a reducirse a un número, cuando antes eran vida.
La cantidad de muertos ya equivale a una guerra mundial. Casi 6 millones de fallecidos de forma oficial en todo el mundo por una pandemia que se alarga ya más de dos años. Si bien la OMS calcula que las cifras reales podrían ser dos o tres veces superiores.
Se necesita pues una memoria histórica para honrar a los muertos de esta guerra contra el Covid-19.
Tenemos una deuda pendiente para dar a los fallecidos el lugar que les corresponde, amplificar los esfuerzos para relatar los hechos acontecidos y transmitir a las generaciones venideras.
Evidentemente las consecuencias por suerte no son similares al inicio de la pandemia, pero el daño es irreparable. Cabe recordar cómo los muertos por Covid terminaron sus últimos días sin acompañamiento de familiares ante las fuertes medidas restrictivitas frente al alto riesgo de contagio.
El trabajo para recabar esta memoria comienza desde hoy, pero una vez terminada la pandemia – que esperamos sea lo más pronto posible – no se pasará dignamente de página sin haber homenajeado a todos los caídos en esta pandemia.
Los líderes actuales no tienen otra cosa que hacer para estar a la altura de los fallecidos y es su obligación cómo máximos dirigentes.
Si bien ya es extensible la percepción que muchos de los líderes actuales no se corresponden con esta época y parecen anclados en liderazgos retrógrados.
Véase las ganas de guerra y conflicto de un Vladimir Putin que subido en su ego, parece olvidarse de la pandemia para centrarse en sus “batallitas” de esta nueva pandemia belicista. Pero que con su grado de irresponsabilidad pone en peligro al resto de países y a su población civil, ya bastante mermada en el actual contexto.
Y es que las épocas de los líderes henchidos en su orgullo y subidos al caballo deberían ser aguas pasadas. A lo peor aquellos que siguen dando rienda suelta a sus actitudes tiránicas y despóticas.
Hoy más que nunca se necesitan líderes dotados de diplomacia y tacto, capaces de hacer frente a las peores situaciones con suma diligencia y cabeza para sopesar los pros y contras de sus movimientos en la geopolítica.
La población civil no puede ser de nuevo comprometida, lo contrario sería imperdonable.
JORGE DOBNER
Editor
En Positivo
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