¿En qué momento se normalizaron los insultos para convertir la vida pública en un lodazal? El vivir en una democracia avanzada implica adquirir derechos pero también responsabilidades para no cometer abusos y pisotear los derechos de los demás.
El honrar la libertad de expresión significa hacer un buen uso de esta, hablando con veracidad y argumentos de valor, coherencia y anticipando el alcance de nuestras palabras para en la medida de lo posible no dañar deliberadamente a otros.
El asalto al Capitolio en Estados Unidos no es un caso aislado sobre los peligros de la expansión de la cultura del odio en las democracias, ahora también atacando los pilares democráticos desde dentro de las instituciones.
La escalada de irresponsabilidad, violencia verbal y simbólica que Donald Trump venía practicando en redes podía en cualquier momento estallar socialmente como luego se ha comprobado.
Hay demasiados antecedentes para tomar medidas sobre este asunto: la violencia contra los rohinyás en Birmania se desencadenó con virulencia a partir de una noticia falsa sobre una violación difundida en Facebook, el genocidio de Ruanda se fraguó con una propaganda incesante en medios que se prolongó durante años con el fin deshumanizar a las víctimas…
La fuerza democratizadora de las redes sociales presenta a su vez un riesgo cuando aficionados anónimos tienen el poder de difundir opiniones extremas, intolerancia y propaganda a través de sus comentarios sobre cualquier cosa.
Como explica la escritora Angela Nagle, especializada en la antropología de Internet, quienes participan en la cultura del odio digital son fanáticos en una “guerra de posiciones” que busca cambiar las normas culturales y dar forma al debate público.
“Las hordas de Twitter practican la caza de brujas, disfrutan destruyendo personas” dice categórica.
Por eso para combatir eficazmente la cultura del odio digital, debemos comprender sus características formales. La cultura del odio digital emplea peligrosas prácticas discursivas y culturales en Internet para radicalizar la esfera pública, crear adhesiones inquebrantables de una masa acrítica y generar apoyo para los partidos populistas.
A menudo se habla de esta cultura del odio digital como de algo ingobernable, por su estructura de enjambre. Sin embargo, con las herramientas adecuadas – también una regulación de mínimos – los procesos democráticos pueden gestionar sus efectos adversos.
Es clave que los propios individuos que participen o no en las redes sociales desarrollen una perspectiva crítica sobre la cultura de odio para identificar esos discursos dañinos y denunciarlos.
En la medida que la sociedad se muestre más indignada acerca de estos comportamientos, los actores que se retroalimentan del vertedero de odio quedarán aislados y sin capacidad de influencia.
Existe el dilema sobre un equilibrio entre la supervisión del contenido tóxico y la defensa de la libertad de expresión. Por eso sería interesante para evitar susceptibilidades de censura que algún tipo de organismo independiente, y no coaligado con el gobierno de turno, fuera el responsable de regular los límites.
Los populistas son expertos en retorcer el lenguaje, creando de cara el público narrativas engañosas basadas en fuentes secundarias, repitiendo visiones del mundo extremas y construyendo sobre la teoría de la conspiración y la falsedad.
Pero a su vez su supuesta valentía no dura unos instantes cuando el cauce de su irresponsabilidad desencadena en reacciones sociales imprevisibles. Incapaces de asumir culpas.
Venden como subversivo la mala educación de toda la vida y siempre buscan un enemigo externo (aún inventado) como recurso para substituir.
A todos nos iría mucho mejor si recuperáramos una cultura de respeto, de buenos modales, de charla sosegada, de análisis sesudos y complejos para formar más ciudadanos del respeto y menos ciudadanos del odio.
Es síntoma de sociedades maduras aquellas que saben reconocer aquellos que intentan practicar una política constructiva y dejan de creerse el ombligo del mundo.
Jorge Dobner
Editor
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