Adiós a Diego y adiós a Maradona.
Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y él sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano a la de mito el que lo dividió en dos.
Aquellos que arrugan el rostro pensando en el último Maradona, con dificultades para caminar, problemas para vocalizar, abrazando a Maduro y haciendo de su vida lo que le daba la gana, harán bien en abandonar esta despedida que abrazará al genio y absolverá al hombre. No van a encontrar un solo reproche, porque el futbolista no tenía defectos y el hombre fue una víctima. ¿De quién? De mí o de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento lo elogiamos sin piedad.
Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos: por un lado, Diego; por el otro, Maradona.
Fernando Signorini, su preparador físico, tipo sensible e inteligente y, posiblemente, el hombre que mejor le conoció, solía decir: “Con Diego iría al fin del mundo, pero con Maradona ni a la esquina”. Diego era un producto más del humilde barrio en el que nació. A Maradona lo sobrepasó una fama temprana. Esa glorificación provocó una cadena de consecuencias, la peor de las cuales fue la inevitable tentación de escalar todos los días hasta la altura de su leyenda. En una personalidad adictiva como la suya, aquello fue mortal de necesidad.
Si el fútbol es universal, Maradona también lo es, porque Maradona y fútbol ya son sinónimos.
Pero a la vez era inequívocamente argentino, lo que explica el poder sentimental que siempre ha tenido en nuestro país y que lo hizo impune. Un hombre que, por su condición de genio, dejó de tener límites desde la adolescencia y que, por su origen, creció con orgullo de clase. Por esa razón, y también por su fuerza representativa, con Maradona los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba. Los ricos odian perder. Pero hasta sus peores enemigos tuvieron que sacarse el sombrero ante su descomunal talento futbolístico. No había más remedio.
“Con Maradona los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba”
Con poco más de 15 años empezó a concursar para dios del fútbol. Lo hizo, además, en un país que lo acogió como a un mesías sentimental, porque el fútbol, en Argentina, es un juego que solo llega a la mente después de pasar por el corazón. La fascinación por el arte barrial que Diego llevó a los estadios trascendió al hinchismo. No importaba la camiseta que llevara, era un genio, era argentino y eso resultaba suficiente para desatar el orgullo.
Domador de la pelota
Como es su obra lo que lo hizo grande, y no su vida, empecemos por ahí. Hay una primera imagen de Diego dominando la pelota en un escenario humilde, concentrado como un burócrata y feliz como un niño que arma y desarma la pelota, el juguete de su vida. Primero la zurda y luego la cabeza no la dejan caer en lo que parece una amable discusión con esa pelota que aún se le rebela. Está a punto de escaparse, pero Diego no la deja, la somete, como si la estuviera domando más que dominando. Tiene poco más de diez años y ya apunta para virtuoso, aunque la pelota y Diego aún se estén conociendo.
El idilio del domador con la pelota creció con el tiempo hasta llegar a un punto en que ver a Diego manejarla era un espectáculo aparte. Cuando entrenaba, y solo para dar un ejemplo, la tiraba hasta el cielo con un efecto que solo él entendía y, mientras la pelota viajaba, Diego hacía ejercicios como si no se acordara de lo que había dejado colgado en el aire. Pero cuando la pelota, ya cayendo, llegaba a su altura, volvía a mirarla haciéndose el sorprendido, para devolvérsela al cielo con otro efecto y olvidarse de ella otro ratito. Sabía exactamente el momento y el lugar del reencuentro. Lo demás corría a cuenta de su precisión milimétrica. Su infinito repertorio acomplejaba.
Jorge Valdano
Pubicado en: El País