Mentir se ha convertido en una característica constante de la política populista. En EE.UU la rutina de Donald Trump que miente y parece se jacta de ello, desde Irán hasta su negacionismo absurdo sobre el cambio climático. En Francia, Marine Le Pen miente sobre cómo su partido gasta dinero público y hasta de sus cuentas de Twitter falsa. Viktor Orbán, el primer ministro húngaro, alienta la mentira sobre la migración a su país. También el italiano Matteo Salvini, desde la migración hasta las sanciones contra Rusia. Sólo por citar algunos de los populismos en el mundo.
No se trata sólo de su cualidad iliberal fuera de los consensos de las democracias estándar, ya sea de la extrema derecha o también la extrema izquierda, sino que, como populistas, estos políticos recurren de forma deliberada a la mentira como primer y último recurso.
Muchas de esas mentiras son de por sí esperpénticas en tanto en cuanto son fácilmente verificables: los números son un invento, no existen registro ni estadística alguna que lo avale.
Por lo pronto ya han conseguido su cometido: despertar la emocionalidad de potenciales electores, generar confrontación y agrandar la polarización de la sociedad.
No hace tanto los políticos, especialmente de los partidos tradicionales, disimulaban la mentira, considerando que ser pillados en cualquier renuncio como hecho desagradable ante la opinión pública, que incluso de tratarse de un asunto de relevancia implicaría la renuncia al cargo.
Sin embargo los partidos populistas han instalado una nueva dinámica de glorificación de la mentira. Los embustes pueden y deben ser vistos puesto que son un elemento de subversión, que estos políticos y partidos no se rigen por la normas del sistema de democracia liberal. Es la política que apela a las vísceras y que se autodenomina “auténtica”.
Los populistas no se esfuerzan por ser sinceros sino de ser los más “auténticos” por su capacidad de conectar con los instintos e indignación de las personas, de decirles lo que quieren escuchar, de hacerles creer que serán la solución a todos sus males.
A lo peor, parte de los electores están predispuestos a consumir con fruición estas mentiras, luego son corresponsables de retroalimentar los populismos.
Parte de esta responsabilidad también la tienen los partidos tradicionales, que con dificultades no pueden o no saben desmontar las mentiras del populismo, y que se ven arrastrados a tomar parte de ciertas prácticas populistas.
Sabiendo la rentabilidad que tiene el populismo – sobre todo a corto plazo – que es más fácil vender una ilusión que una realidad que satisfaga a medias.
Se produce pues una disociación entre el discurso y práctica de la política respecto a la realidad.
Pero como toda mentira no es eterna, cuando la realidad demuestra su verdad de lo que acontece – y es solo cuestión de tiempo – llega tan pronto la frustración que aquellos que confiaron.
Es entonces cuando los electores deberían valorar aquellos que al menos intentaban mentir lo menos posible, e incluso decir verdades incómodas, aún a prejuicio de sus propios intereses electoralistas.
De otro lado los partidos homologables de cualquier democracia deberían llegar a nuevos consensos para mejorar la rendición política, también en la sanción de la mentira y difusión de las fake news.
Con un escrutinio cada vez más estrecho de los medios y el creciente alcance de las redes sociales, se exige a la clase política el fortalecimiento de los valores en democracia. Esto pasa por defender la honestidad o al menos intentarlo y ser fieles a la palabra dada.
Jorge Dobner
Editor
En Positivo
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