domingo, 02 abril 2023

Las finanzas mundiales son el enfermo del capitalismo. James K. Galbraith

Por qué acabar con la desigualdad es la salvación del capitalismo.
Dos grandes fantasmas se ciernen sobre la humanidad. Uno es la extinción rápida a consecuencia de una guerra nuclear a gran escala, o un planeta tóxico resultado de un conflicto atómico más limitado como ya señaló en su día el brillante físico Andréi Sájarov; el otro es una extinción más lenta por efecto de un calentamiento global desbocado. Ganar la carrera a esta amenaza exige el mayor esfuerzo de planificación, inversión, educación pública y seguridad social de la historia de la humanidad, es decir, la madre de todos los new deals.

A pesar de ello, los economistas adeptos al paradigma dominante han frustrado cualquier intento de afrontarlo. Por ejemplo, es ilusorio pensar que para abordar procesos económicos que tendrán efectos extensos e inciertos dentro de 50 o 100 años basta con aplicar mecanismos de mercado actuales, como poner un precio o un impuesto a las emisiones de carbono. Y, sin embargo, un economista de primera fila de la Administración del expresidente estadounidense Barack Obama (uno de los buenos, en términos relativos) me comunicó justo esta misma idea hace unos años, precisando que su “Hayek interior” estaba hablando a través de él. En el mundo real, necesitamos una ciencia económica capaz de integrar recursos, estabilidad social y medio ambiente en un marco realista a largo plazo.

En mi trabajo reciente trato dos temas relevantes respecto a este problema. Uno tiene que ver con el crecimiento económico en el siglo XXI, en particular tras la crisis financiera de 2008. El otro afecta al alcance y el significado de las desigualdades económicas. Ambos son factores que capacitan y limitan respectivamente nuestros esfuerzos por dar respuesta a las amenazas a la vida. Aunque trabajemos para evitar la guerra nuclear y mitigar el calentamiento global, también tenemos que mantener un sistema en funcionamiento que proporcione a la población mundial un nivel de vida digno. De lo contrario, la gente se opondrá a la gran transformación que, debido sobre todo a la amenaza climática, se impone. La inestabilidad económica permanente nos atará de manos permanentemente.

El camino desde Hayek

Para los economistas convencionales, la economía de mercado es un sistema que se estabiliza a sí mismo. Por citar el ejemplo más clamoroso de esta visión de las cosas, estos especialistas interpretaron la gran crisis financiera de 2008 como una conmoción imprevista y, de hecho, imprevisible.

Esta interpretación resultaba útil porque protegía a quienes la sostenían frente a la acusación de que deberían haber visto venir la crisis y haber tomado medidas para evitarla. En aquellos años, durante una de mis escasas apariciones en la televisión estadounidense, propuse que como repuesta a la crisis deberíamos aplicar el principio naval de la “responsabilidad de mando”, según el cual, cuando un barco encalla, el capitán es relevado inmediatamente y más tarde una comisión de investigación determina si fue realmente responsable. La propuesta no fue bien recibida. Los capitanes volvieron a ser nombrados para la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro y a uno de ellos se lo llevaron de la Universidad de Harvard para ponerlo al servicio de la Casa Blanca.

Pero la verdad es que no se puede culpar a los economistas convencionales por adoptar esa postura. Lo contrario habría equivalido a arrojar dudas sobre la primacía intelectual de sus ideas. Por consiguiente, era necesario ignorar a quienes sí vieron venir la crisis. Y fueron muchos, algunos en los márgenes de las instituciones académicas, otros en el mundo de las finanzas.

La versión de la “conmoción imprevisible” implicaba además que después de la crisis vendría la recuperación. Al fin y al cabo, si la estabilidad y el autoequilibrio están en la naturaleza del sistema, el modelo predice una vuelta automática a la norma anterior a la crisis. Pero, si bien es cierto que en la corriente dominante muchos prestaban oídos al Hayek que llevan dentro, los keynesianos también se hacían oír. Sin embargo, puesto que a ese bando no le faltaban tampoco vínculos importantes con el pensamiento dominante, solo pudo reunir una oposición relativamente poco significativa y sostener que a la inevitable recuperación le vendría bien un poco de estímulo.

Nunca pensé que las cosas serían tan simples. En mi libro de 2014, El fin de la normalidad, propuse una perspectiva alternativa fundamentada en cuatro hipótesis amplias. Todas ellas ofrecían razones para prever que el futuro curso de la recuperación y el comportamiento económicos iban a ser estructuralmente inferiores al escenario vaticinado por los economistas educados en la creencia de que la segunda mitad del siglo XX fue normal. En pocas palabras, llegué a la conclusión de que, en las décadas posteriores a la crisis, el crecimiento y el empleo serían más débiles que en las anteriores.

La gran estafa
Por último, en 2014 sostuve que la crisis de 2008 había puesto en evidencia los defectos estructurales del sistema financiero, entre otros la hipertrofia, la megalomanía, la competencia depredadora, los errores de criterio y el fraude a niveles descomunales. Los economistas fieles a las ideas dominantes negaron que tales problemas fuesen posibles. El fraude generalizado, argumentaban, se podía descartar teniendo en cuenta el riesgo que supone para la reputación del estafador. (Estos mismos economistas se basaban en modelos en los que el sector financiero era prácticamente inexistente). En el mundo real ocurre todo lo contrario: cuanto más fraudulento sea alguien, más éxito tendrá, al menos hasta que lo descubran. En todos los países hay esta clase de oligarcas.

En términos generales, una vez que un sistema levantado sobre el fraude, el beneficio personal y el mal criterio ha quedado al descubierto, no es posible repararlo si no es mediante reformas drásticas de amplio alcance y la administración de justicia.

En el caso de la crisis de 2008, eso no sucedió. Se parcheó el sistema financiero y se mantuvieron las instituciones ya existentes. Apenas se hizo nada para reformarlas, y gran parte de los cargos siguieron en su puesto. Casi ninguno fue llevado ante los tribunales.

El resultado ha sido una pérdida de confianza, como muestra la locura por los activos de mejor calidad cada vez que se invierte la curva de rentabilidad (como está ocurriendo ahora). Resulta irónico que uno de los principales beneficiarios de este sistema decadente sea el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, una institución que, comparada con todas las demás, representa un bastión de la estabilidad.

Desde el punto de vista político, el rescate financiero contribuyó a traernos la presidencia de Donald Trump, que ha confirmado que mucha gente prefiere el gobierno por decreto de los oligarcas a los testaferros con mucha labia.

En consecuencia, tenemos un sector financiero estructuralmente incapaz de proporcionar una dirección estratégica a la economía real. Las finanzas mundiales son el enfermo del capitalismo.

Igual que ocurrió con el Imperio Otomano antes de 1914 y con la Unión Soviética en la década de 1980, su debilidad se manifiesta por todas partes y quienes intentan divisar el futuro no creen que vaya a ser demasiado brillante.

James K. Galbraith

Ocupa la cátedra de Relaciones Gobierno/Empresas en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas en Austin.
Este ensayo es la adaptación de la conferencia inaugural titulada ‘La gran transformación: sobre el futuro de las sociedades contemporáneas’ pronunciada en la Universidad de Jena en septiembre de 2019.
Leer artículo completo: El País

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