Hace algunos años los asesinatos por violencia machista se hacían llamar ‘crímenes pasionales’ para desgracia de las víctimas, y las que por suerte sobrevivían a años de palizas, su testimonio no trascendía de las cuatro paredes de su casa. Cuando los sentimientos de celos, ira y desengaño eran servidos como atenuante e incluso disculpa del agresor.
No debemos perder la perspectiva para valorar lo conseguido por la sociedad en estos años, para visibilizar y acabar con esta lacra.
Hoy se condena públicamente estos actos, moral y judicialmente, no hay resquicio para la justificación y las víctimas cuentan con el apoyo social mayoritario.
Por eso hay que combatir discursos que pudieran ‘resucitar’ etapas pasadas. Con ignorancia absoluta a los datos y estadísticas estos discursos populistas generalizan la violencia machista como un ataque frontal al hombre.
Cuando precisamente la violencia machista condena un determinado comportamiento de vejación del hombre hacia la mujer, que sociológicamente se produce, pero que no implica ni mucho menos a todos los hombres sino solo aquellos que ejercen la violencia para dañar la integridad física y/o mental de la mujer.
Precisamente el detectarla sirve también para que todos los hombres buenos e íntegros acompañen la denuncia de estos comportamientos.
Por supuesto, la existencia de la violencia machista no confronta ni niega la existencia de otras violencias específicas, como las que se da en el maltrato a niños y ancianos.
El Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, también conocido como Convenio de Estambul o Convención de Estambul, sentó un precedente en el la lucha contra la violencia contra mujeres.
La Organización Mundial de la Salud estima que el 35% de las mujeres del mundo han sufrido en algún momento violencia física y/o sexual: otros estudios a nivel nacional hablan de un 70%. Los datos son los que son.
Distintos informes también corroboran que esta violencia de género se acentúa en países pobres, en entornos con menos recursos y alcance de educación, donde las mujeres tienen menos posibilidades de independencia financiera y social, de contar con un entorno concienciado que apoye a quienes lo sufren.
Pero en los países llamados ricos estos sucesos también están al orden del día. Lo que viene a confirmar que la violencia es un fenómeno global que no escapa a los estratos sociales, con menor o mayor intensidad.
Contextos como la gran crisis económica del 2008 agravó la desigualdad social y determinadas situaciones ya de por sí vulnerables. También a la hora de establecer prioridades: los fondos sociales se vieron mermados.
De otro lado, hay una cierta resistencia a un cambio de paradigma de igualdad real entre hombres y mujeres.
Vivimos momentos interesantes en que hombres y mujeres están reformulando su identidad pues el contexto nada tiene que ver con el de hace 30 años.
Los roles se están intercambiando o fusionando; existe una corresponsabilidad que antes no la había.
La mujer adquiere una dimensión más compleja; es hija, pareja, madre o no lo es a su elección, profesional trabajadora e independiente con objetivos propios. Son líderes, visibles y sus acciones tienen un mayor impacto en la sociedad.
Estas aspiraciones se recogen en un revitalizado movimiento feminista, de distintas ramas y sensibilidades, pero con un principio común de igualdad de derechos de la mujer y el hombre. La brecha salarial o la brecha de sueños son nuevos obstáculos a superar.
Lo hombres están llamados a favorecer las transformaciones necesarias, puesto que también encontraremos beneficios en parcelas como la del hogar, más tiempo en el cuidado y atención de nuestros hijos y mayores.
Por su parte los medios y la industria del entretenimiento tenemos la obligación de visibilizar nuevos referentes femeninos, ya desvinculados de los estereotipos. Debemos ser instrumentos ejemplificadores que no legitimen la representación simbólica de la violencia y en su lugar apostar por una mayor pedagogía.
El sistema educativo es otro estamento fundamental para que niños y niñas aprendan en el respecto al otro/a, en la adquisición de nuevos roles, en el compartir y en la gestión positiva de las emociones.
A pesar de injerencias tóxicas hay por suerte un consenso general en los pasos conseguidos contra la violencia machista, y ahora es el turno de llegar a nuevos consensos para una mejor educación en la igualdad donde las nuevas generaciones crezcan con la plena asunción de unos roles sociales compartidos.
Jorge Dobner
Editor
En Positivo
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