Comúnmente se habla más que nunca de un nuevo orden mundial en un momento de la historia en que se están produciendo importantes cambios en las ideologías políticas y en equilibrios de poder.
Lo estamos viendo con los desplazamientos de este poder global, latente pero continuado. Si en la década de los 2000 una jubilosa Europa celebraba los avances de un ambicioso proyecto conjunto, ahora el sueño se tambalea por los egoísmos confrontados entre países, la amenaza de populismos y nacionalismos.
De forma más alarmante en países como Polonia y Hungría con gobiernos ultraconservadores de extrema derecha están retrocediendo en derechos civiles al no aceptar la cuota de refugiados, atacando la independencia judicial o acabando con los medios de comunicación independientes.
En el otro lado del Atlántico la superpotencia mundial de EE.UU está perdiendo influencia debido a las políticas proteccionistas de Trump, su distancia sobre la OTAN y frías relaciones diplomáticas con otros países.
Asimismo, Latinoamérica también descubre síntomas de cansancio con los fallidos intentos progresistas por la inoperancia, felonía de sus dirigentes políticos y también el triunfo de los populismos. Por distintas razones así lo estamos viendo en Argentina, y peor en Venezuela y Brasil.
Con este bloqueo no es de extrañar que potencias sólidas que antes perdían protagonismo en comparación con una EE.UU más aperturista, ahora vayan avanzando posiciones para decantar de otro lado los centros de poder.
El caso más representativo es el de China, que desde hace años viene desarrollando un planificado proyecto de país para convertirse en la primera potencia mundial en los próximos años.
Y es que todos los síntomas parecen perfilar esta situación cuando incluso los pronósticos más optimistas se quedan cortos.
Las expectativas se ven superadas y en el primer trimestre de este año la economía China registró un crecimiento anual del 6,4 %, según datos publicados por la Oficina Nacional de Estadística (ONE) del país asiático.
Desde hace 40 años este país ha crecido a un ritmo vertiginoso, y si bien por esta evolución se han producido desequilibrios, no es menos cierto que el proceso de transformación emprendido le ha beneficiado enormemente a todos los niveles.
La economía china ha demostrado su aperturismo, pero no solo destaca su habilidad financiera. Las inversiones millonarias se han acompañado de buenos movimientos diplomáticos y el talante de un poder chino que respeta la soberanía de los países y con la mano tendida para mediar en conflictos como la guerra de Siria.
Además de la construcción de estructuras para el comercio sus propuestas se han extendido a la cultura o energía. De entre todas, seguramente su iniciativa más ambiciosa es la Nueva Ruta de la Seda con una doble estrategia win-win: liderar la globalización en el mundo y facilitar el desarrollo de regiones olvidadas.
Una red china de infraestructuras repartida por los cinco continentes a través de la cual expandir de forma estratégica sus ramificaciones geopolíticas y económicas.
La estrategia China a escala global implica también la innovación tecnológica.
Con el uso de la 5G pretende crear un entorno digital expansivo para transformar más si cabe la industria y la sociedad.
En cualquier caso su política pocas veces cae en la improvisación.
Con paso firme y seguro China está dando una lección de cómo articular un proyecto de país, pensando más allá del cortoplacismo a través de inversiones externas que pueden retornar en beneficios propios.
La victoria geopolítica de China es un hecho incuestionable a la espera de alguna reacción propositiva del resto.
Jorge Dobner
Editor
En Positivo
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