Posverdad (post-truth en inglés) es la palabra de moda. Me sorprendo al revisar la prensa internacional cómo este concepto ha pasado de ser un “outsider” sólo utilizado en determinados ámbitos a generalizarse incluso en coloquios informales.
Según Darío Villanueva, actual director de la real academia, el término en cuestión “se referirá a aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público”.
Lo cierto es que para mí no es una palabra nueva, aunque sí me desconcierta gratamente este impacto – imprevisible hace unos años – cuando sólo unos pocos nos atrevíamos a construir filosofía en torno a él.
En mi libro “Verdades cambiadas”, que publiqué en el 2011 cuando casi nadie consideraba la existencia de la posverdad, trato de desmontar la existencia de unas verdades cambiadas impuestas y dirigidas desde las altas esferas del sistema que nos confunden e impiden discernir la realidad tal cual es.
En este caso, sobre la visión de un mundo que no es tan pésima como habíamos pensando o hacen pensar, si bien la creencia difundida es que seguimos igual de mal que siempre y poco podemos cambiar. Con argumentos y estadísticas el libro desmonta esta falacia que por muchas veces que sea repetida no se acerca a la realidad.
Millones de soluciones acontecidas en el último siglo que han posibilitado un avance exponencial nunca antes experimentado: la erradicación de enfermedades, más esperanza de vida y bienestar, un mundo más tecnológico e interconectado…y más argumentos históricos y sociales que he desglosado en mis editoriales.
Quizás la precipitación de hechos coyunturales de calado como la elección presidencial contra pronóstico de Donald Trump en EE.UU o el ‘Brexit’ británico han propiciado dar una enorme visibilidad a la posverdad. No por los hechos en sí, que son certeros, sino por los condicionantes sujetos a variables perversas que han propiciado que finalmente se desencadenaran.
En una millonésima parte de los bulos que circulan, no se desmienten o lo hacen demasiado tarde, pero que al fin de cuentas ayudan a crear un relato asumido como cierto por lectores y espectadores. El viejo adagio “difunde, que algo queda”.
Sin embargo, después de todo, poner nombre a este fenómeno puede servir como primer paso para tomar conciencia, y luego dar la batalla intelectual. En este punto el periodismo debe reafirmarse en sus cimientos: rigor, orden, veracidad … para no polarizar con emociones el discurso sino exponer racionalmente los hechos desde todas las perspectivas. Hacer pensar y no qué pensar en exclusiva, fomentar el espíritu crítico del lector y autonomía.
Seguramente el campo del periodismo se ha contagiado de la “espectacularización de los medios” del que hablaba el sociólogo francés Pierre Bordieu, y de forma colateral una política que cada vez es más espectáculo apelando a la emoción y vísceras del electorado. Pero no hay que olvidar que política y periodismo son dos poderes bien diferenciados.
El periodismo no puede competir con las mismas armas de cierta política que ha devenido en lo mediático. Cuando se apele a la credulidad, miedo, desinformación o falta de movilización; el periodismo tiene que responden con su propio argumentario. No queremos ser gurús, ni mesías que piden actos de fe del electorado. Nuestro cometido es la información, no la propaganda.
Recomiendo a las mentes inquietas la lectura de este libro tan vigente o incluso más que el 2011 como una visión de lo que acontece y puede pasar.
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