Héroe en monopatín.
Los podíamos imaginar armados de cualquier cosa, de una espada como Alejandro Magno o de una honda como David, con el colt del sheriff o la adarga antigua de don Quijote, pero a nadie se le ocurriría pensar que el último de nuestros héroes aparecería provisto de un monopatín.
Sin embargo, hay muchos siglos de civilización en esa escena del treintañero que se interpone con su ‘skate’ entre unos terroristas y la mujer a la que están apuñalando. Antes de continuar escribiendo esto hay que decir cómo se llamaba: Ignacio Echeverría.
Es preciso decirlo para que todo lo que venga después lleve su nombre y para que ese nombre quede grabado en la memoria de un país y de un continente que empezaban a descreer de los héroes. Los buscábamos en el sitio equivocado. De la que se nos viene encima no nos van a salvar ni las policías ni los políticos, aunque estén haciendo todo lo posible para detener el horror. Tampoco los nuevos bufones encargados de amenizar nuestros duelos haciendo piruetas con el balón o brincando en un escenario.
En la mitología de esta Europa amilanada e impotente faltaban héroes como Ignacio Echeverría, gente que nos recuerda que además de huir del mal también es posible hacerle frente.
En la vida se presentan situaciones de espanto donde toca elegir entre dos caminos, como en el poema de Robert Frost. Los dos son acertados. Los dos ofrecen salidas de supervivencia. Pero la mayoría de los humanos tenemos el cerebro programado para elegir el que nos lleva a salvar el pellejo, es decir, el de la supervivencia individual. En cambio, el héroe es quien en vez de salir corriendo se inclina por la supervivencia de la especie, llámese solidaridad, empatía, coraje, generosidad o simplemente tendencia a echar una mano a quien lo necesita. A Ignacio Echeverría el impulso le condujo por este camino. Esa fue su gloria y esa su condena. Todo hace sospechar que la plaga de atentados de este formato irá en aumento, no solo por la facilidad con la que uno se puede hacer con un arma blanca o una vieja furgoneta sino por el incremento de alucinados dispuestos a todo.
Si algo puede detenerlos no va a ser tanto la necesaria sofisticación de vigilancias y controles como la irrupción de la vida normal como un muro levantado a su paso.
Frente a la épica visionaria que grita Alá es grande y estalla con fe ciega en el paraíso prometido, Ignacio Echeverría respondió con la defensa del orden cotidiano de las cosas, que quizá consista en el derecho a ir en bici con los amigos camino de un bar de copas sin que unos canallas te amarguen la tarde.
El héroe no actuó como soldado, sino como viandante sensible. Lo pagó con su vida. Pero a su gesto le encaja perfectamente el epitafio de los héroes escrito por Petrarca: «Un bel morir tutta la vita honora». «Una hermosa muerte llena de honor toda la vida».
José María Romera
Publicado en: elcorreo.com